miércoles, 16 de enero de 2019


Siento, luego soy

Entre labios porosos
deseosos de goma humanidad escupes
estaláctitas dialécticas sumergidas en derrota
y te sumas un punto más en tu
anodino tablero de ajedrez.

Diatribas como sofista,
elucubrando señales de espanto,
osadía o aporía, cualquiera vale.
No importa cómo ganar,
el hechizo de la destrucción es inapelable
y nada irrisorio a mi mirada.

Sobre una tundra
ha de despertarse lo vivo, lo que
nunca muere, lo indestructible;
una porción de la materia de Anaximandro
cae por entre tu lengua,
y no hay limbo que repare, o ampare
la pérdida de una cielo liso, sin atributos.
Y no hay palabra que corte mi cristaloso corazón.

La vulnerabilidad no es debilidad ni derrota.
Es el nutriente de la sensibilidad.
Si apuesto a que soy es
porque siento.
Siento, luego soy.


domingo, 22 de abril de 2012

¿Jugamos?



El tablero era oscuro, no tanto como la muerte que me miraba de reojo. La invité a jugar, y sentí cierto estremecimiento cuando asintió y se sentó frente a mí. "Es la primera vez que juego, -dijo-, con risa desafiante".

miércoles, 18 de abril de 2012

El balcón de Silvina


“No hagas la letra tan grande”, le decían de pequeña. Pero Silvina no entendía cual era el tamaño ideal; aún así seguía esforzándose, y lograba disminuir esos símbolos que ahora son “ilegibles” para los demás. Cuando colorea los dibujos tiene a buen cuidado no usar el negro, pues “no es propiamente un color, además es demasiado oscuro, significa tristeza, es deprimente, y bla, bla, bla”. A pesar de ser una niña su maestra comenta que es muy inmadura. Sus padres están preocupados porque parece que “sólo le gusta jugar”. Necesariamente, el asunto pasará por algún psicólogo, listillos a tiempo completo de la normalidad y la estupidez.

Ahora que observo su balcón me pregunto en qué tipo de mujer se habrá convertido.

miércoles, 11 de abril de 2012

Vendo mi utopía





-Vendo mi utopía-, dijo el señor diminuto. Pero ella no escuchó, realmente ni lo vio extasiada como estaba con esas seis letras que tenía enfrente. Tampoco distinguió los quejidos y ruegos de auxilio del personaje aplanado bajo sus pies. O quizá sí, quien sabe, pero hizo caso omiso, pues su sonrisa ocupaba en ese momento toda la acera.


domingo, 1 de enero de 2012

El mejor deseo

En un mundo perfecto no existirían los finales, sólo los puntos suspensivos...

sábado, 26 de noviembre de 2011

Del olvido y la memoria

"Quiero descubrirte toda mi vida, la verdadera, que empezó el día en que te conocí. Antes había sido sólo algo turbio y confuso.." 
S. Zweig.; Carta de una desconocida, Acantilado, 2005, p.8 




¿Qué buscamos con el reconocimiento del otro?, ¿acaso la singularidad que nos caracteriza?

En Carta a una desconocida, la protagonista no es reconocida, por tanto, recordada. No reconocer es no conocer, es decir, no valorar. En todos los momentos, -cuatro exactamente-, ella pasa por las manos y caricias de un hombre cuyo nombre, R., no está personalizado,...¿podría ser cualquiera?

No ser reconocido es ser transparente para el otro, invisible: la mayor crueldad si uno está enamorado. Y ella lo está. De un hombre que olvida su cumpleaños, "ese día en que uno siempre piensa en sí mismo"(p. 65). Pero ella lo ama como es:
"[...] te quiero tal como eres, ardiente y distraído, olvidadizo, entregado e infiel, te quiero así, sólo así, como siempre has sido y como aún eres" (p.40).

¿Cómo conocemos al otro?, ¿de qué manera? Por el reflejo que desprende, y proyecta en nosotros. Somos una milésima parte de lo que mostramos. Es imposible ser otro, el límite está en nuestra piel: no podemos arrancárnosla. Lo poco que sabemos de R. está descrito en la carta que ella le envía:
"Porque a ti, ciertamente, sólo te gustan las cosas fáciles, juguetonas, nada pesadas, tienes miedo de inmiscuirte en un destino ajeno. Lo que quieres es entregarte a todos, al mundo, no quieres ninguna víctima" (p. 38).

¿Es posible que alguien nos conozca más que nosotros mismos? Sí, mediante el examen, y la observación, de las que R., a mi parecer, adolece, y que ella ha desarrollado. Una falta de autoconocimiento, y observación, -que no miradas-, nutre la vida de R., rica en experiencias, viajes, aventuras, pero escasos recuerdos. Su inconsciencia no es fruto de la maldad, pero sí de lo que Sartre llamaría "existencia inauténtica" o mala conciencia, que entre otras cosas se caracterizaría por una despreocupación por el mundo que nos rodea. ¿Es legítima esa despreocupación, podemos tolerarla?, ¿estamos continuamente obligados a tomar decisiones? Para bien o para mal, la última pregunta sería afirmativa, pues incluso no tomar una decisión es ya tomarla. Pero, ¿podemos decidir engañarnos?, ¿qué es el autoengaño?, ¿hasta qué punto nuestra vida es una ficción?, ¿hay vidas verdaderas y vidas inventadas? Se puede considerar a R., un ser frívolo, inconstante, incapaz de reconocer un rostro, pero, ¿y ella?, ¿no ha vivido toda una vida recreando un amor?, ¿no ha renunciado a todo por un "sueño infantil", en espera de que él la llame por "primera vez" aunque sea para una "única y posible hora". ¿Puede valer tanto una persona, la "vida verdadera" de otra?, ¿qué sentido tienen estas vidas?

"[...] no quiero volver a mirarlo para no volver a tener esperanzas, no quiero engañarme otra vez" (p. 7)






viernes, 18 de noviembre de 2011

El ojo

"Kashmarin se había llevado otra imagen de Smurov. ¿Importa cuál? Porque no existo; lo que existe son los millares de espejos que me reflejan. Cada vez que conozco a alguien, aumenta la población de fantasmas que se parecen a mí. Viven en alguna parte, se multiplican en alguna parte. Sólo yo no existo. Sin embargo, Smurov seguirá viviendo por mucho tiempo. Los dos muchachos, aquellos alumnos míos, envejecerán y alguna que otra imagen mía vivirá en ellos como un parásito tenaz. Y luego llegará el día en que morirá la última persona que me recuerde. Mi imagen, un feto de ese último testigo del delito que cometí por el simple hecho de haber nacido. Tal vez una historia casual sobre mí, una simple anécdota en la que aparezco yo, pasará de él a su hijo o a su nieto, y así mi nombre y mi fantasma aparecerán fugazmente aquí y allá por un tiempo más". 
V. Nabokov., El ojo, Anagrama, pp.106-107





Asistimos desde el principio a una historia no lineal, fragmentaria y extraña. Si como decía el propio Nabokov, “todo gran escritor es una gran embaucador, él ha de serlo. Escritor digo, pues nos engaña y despista desde la primera página de esta breve novela de algo más de 100 páginas. Es la historia de un hombre que se ha doblado o desplegado en dos. Pero es mucho más que eso: un relato que juega con la identidad y el concepto que tenemos de nosostros mismos, además de la imagen que proyectamos a los demás. Un juego de espejos, de personajes contradictorios (¡a agradecer!), cambiantes, difusos...

Se advierte no leer la contraportada para mayor deleite, aunque su mayor envergadura y admiración “no está en el misterio sino en el esquema” (p. 13). Como admirador de Borges y Joyce (aunque de este último decía literalmente que no había aprendido nada), comparte con ellos el placer de molestar al lector con trucos y juegos de palabras, y puzzles.